martes, febrero 10, 2009

La noche iluminada



Hace poco he encontrado este relato que escribí hace ya casi un año. Ni siquiera sé si se puede llamar relato. Es una pequeña historia corta. La dejo, inaugurando una nueva etiqueta que será víctima de más contenidos. Espero que os guste, y, eso si, más que nunca, me gustarían críticas constructivas.


...Y de repente se dio cuenta de que era de noche.

No es que no hubiera reparado en ello anteriormente, sin embargo, barcos pasajeros solían iluminar con sus focos las diferentes rutas, sus diferentes destinos; alumbrando de este modo el tan cercano, y lejano a la vez, horizonte.

Pero ya no pasaban barcos.

Ahora, aunque tan solo fuera por unos segundos, el ya no tan joven dragón marino estaba experimentando por primera vez en su vida la verdadera oscuridad. No sentaba mal, desde luego. Los grandes focos de los barcos que hasta hace unos segundos pasaban a menudo junto a él solían dejarlo confundido con sus tan diversas rutas, pues cada barco iluminaba numerosas e invisibles sendas del mismo mar. Y eso no era lo peor, pues muchos de ellos daban media vuelta o vagaban sin rumbo por la misma zona mientras pensaban: “¿Y ahora por donde?”.

Era ciertamente confuso.

Por otra parte había sido también interesante, pues cada barco era un mundo. Sus cubiertas eran todas y cada una de ellas diferentes entre si. Lo mismo pasaba con sus nombres, con su tripulación, con el sonido de sus sirenas. Tan diferentes y tan iguales a la vez.

Sin embargo ahora el dragón estaba solo.

A pesar de que todos los barcos navegaban más o menos rápido, él había permanecido en el mismo islote marítimo desde hacia décadas. Es evidente que eso no es nada para una criatura milenaria de tal calibre, pero, aun así, muchos denominarían aquello “una perdida de tiempo”.

Sin embargo, el dragón tenía claro que su quietud no era en vano. Simplemente no sabia qué rumbo tomar ya que la “dificultad” de ser uno solo hace que la tarea de decidirse sea complicada. No obstante, quería definir su rumbo antes de ponerse en marcha, y, para ello, estimó que la mejor opción era pararse a pensar.

El esperar tanto tiempo le dio otra ventaja. Sabía a donde llevaba cada ruta, pues los marineros se habían parado en su roca a lo largo de los años, fascinados por tan imponente criatura, con el objetivo de tener alguna conversación con él. Ya se sabe, una de estas historias de marineros que contarían a sus nietos el día de mañana…

¡No todos los días tenemos la oportunidad de conocer a alguien tan alucinante como tú!, decían. Sin embargo el dragón no se consideraba especial, ni alucinante. Opinaba que no había nada de alucinante en ser uno mismo, más bien todo lo contrario, pues a menudo se encontraba solo, incluso asustado, a veces. Sin embargo, creía que todo precio era bajo comparado con el privilegio de ser uno mismo.

Los tripulantes solían contarle los detalles de las tierras a las que creían dirigirse. Cada una de ellas diferente, atendiendo a los diferentes objetivos de cada uno de los marineros.

En una ocasión uno de ellos le habló de una tierra en la que no existían los prejuicios, donde no se marginaba a nadie independientemente de su raza o religión. Una tierra bonita, con mucha naturaleza. Un sendo bosque la recorría de lado a lado, cortando su epicentro por un gran claro donde se asentaban las viviendas y la gran torre de hechicería, desde donde se controlaba todo el lugar. También estaba bañada en su costa por una inmensa playa de agua tibia, perfecta para un dragón de su edad.

La cosa sonaba bien, desde luego. Tanto le gustó que, después de haber escuchado otros muchos relatos sobre otros muchos destinos, y de que otros tantos marineros desvirtuaran esta tierra diciendo que no era tan perfecta, el dragón se preparó para volar.

Cuando encontró ese momento único de paz en la oscuridad marítima, el dragón se decidió por fin. No buscaba nada perfecto, ya que eso era imposible. Simplemente quería ir allí.

Abrió sus ojos, de un naranja tan intenso como el corazón de un volcán; estiró su cuerpo, de tal modo que las escamas emitieron un temerario sonido que recordaba al crujir de los árboles azotados por el viento antes de una gran tormenta.
Fue entonces cuando llegaron el trueno y el relámpago.
El dragón abrió su feroz boca enseñando sus afilados colmillos y, junto con un bramido capaz de atravesar una montaña exhaló con todas sus fuerzas una gran bocanada de fuego.

De este modo, al alzar su cabeza hacia el oscuro cielo nublado, alcanzó su fuego a una estrella en algún lugar de ese misterioso espacio etéreo, que emitiría desde aquel momento una potente luz naranja. Una luz que no se apagaría. Una luz que parecía no moverse y que el dragón sabía le dirigiría seguro hacia su verdadero destino, pues no tenía la intención de separarse de ella jamás.

Entonces, con una sonrisa de satisfacción dibujada en su fiera faz, el dragón echó a volar; elevándose sobre las nubes, bajo la luz de aquella soleada noche que le llevaría al próximo capítulo de su vida.

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