Lo que en otros lugares del planeta se percibiría con cierta curiosidad e incluso con asombro es en Barcelona el pan de cada día. Una pareja de inmigrantes armados con un violín y una guitarra irrumpen con canciones en la sórdida cotidianidad de los barceloneses que, en metro, vuelven a casa tras un largo día.
Normalmente, esas melodías me gustan. Por regla general suelo calificar de bueno todo momento que confiera al día esa chispa de magia y lo diferencie de aquellos en los que nada parece ocurrir. He de admitir que aquella melodía en concreto nunca fue de mi agrado. Demasiado hipócrita.
Al tiempo que los pasajeros de aquel ingenio metálico ignoran la canción y se refugian en sus MP3, una puerta negra se abre a mi derecha. Un hombre alto y moreno vestido de rojo pega un par de gritos incomprensibles hacia los músicos. Es el conductor del tren.
En menos de un segundo, los artistas ponen sus armas en el suelo y, con una sonrisa, agradecen al enfadado conductor su amabilidad por noticiarles de la supuesta infracción que estaban llevando a cabo.
En cuanto se cierra la puerta, una mujer que habla con un acento extranjero comenta, mirada de reproche en alza:
"Ese hombre es un cabrón racista, no le hagan caso. Cuando el vagón se llena de borrachos y maricones no dice nada, pero cuando hay música..."
Confusión