sábado, octubre 31, 2009

Semana de (des)cuentos en El Corte Inglés


Otra vez era de noche.
La luna estaba llena, aunque yo todavía no lo sabía.

Las calles de Barcelona se me antojan diferentes cada vez que me propongo descubrir sus oscuros recovecos y sus ostentosas obras públicas.

Hoy, en concreto, la esquina de Ronda Universidad con Paseo de Gracia era un completo y total hervidero de gente. Miles y miles de personas, algunas en solitario, otras en grupo, iban y venían de un lado para otro. Algunas estaban esperando... algo (a alguien, probablemente). Otras caminaban con decisión, exhibiendo una cara que, más que segura, daba la sensación de estar narcotizada.

Bolsas y bolsas iban de arriba a abajo, de abajo arriba;
De izquierda a derecha,
De derecha a arriba
de arriba a izquierda,
De izquierda al hombro del pobre chico que está caminando con la mirada perdida

que, por cierto,

soy yo.

-Disculpe, eh?

Es curioso cómo un roce a tan corta distancia puede encontrarse al mismo tiempo a miles de millones de años luz.
Está claro: A pesar del insignificante dolor que me produjo la bolsa de aquella señora, no le acabé dando mayor importancia al asunto. Aquella mujer, al igual que el golpe de su bolsa, se encuentran demasiado lejos de mí como para que yo me preocupe por la desintencionada ofensa.

Me aparté (Quién no lo haría), dejándome caer sobre la esquina donde se encuentra la puerta 'norte' de El Corte Inglés, recoveco bullicioso por excelencia y punto de encuentro para emos, gays y otras estratificaciones de la sociedad catalana.

Allí, en medio de la gente, veo a dos personas acercarse. La mirada de una de ellas me hiere. Los ojos de su acompañante me inquietan. No hace falta que me den con una bolsa, ésta vez.
Sé que 'algo' ocurre, y mi interior empieza a llenarse de dudas, hipótesis y sentimientos encontrados.

Curiosamente, a estas dos chicas las sentí mucho más cerca que a aquella señora que me había dado con su bolsa (de Zara, por cierto) cuando, al contrario que ella, ni siquiera me habían tocado.

Casi sin dirigirnos la palabra, caminamos hacia la estación de tren. Faltaba un minuto para que saliera. Corrí. Pasé el billete por la máquina. Mis piernas, que últimamente hacen bastante ejercicio, bajaron las escaleras en un tiempo record. Ellas también lo consiguieron.

Entramos,
había demasiada gente.

Nos quedamos de pie.

Una, en una esquina;
la otra, en otra esquina (con su mp3)
y yo,
todavía dudando,
me arrojé sobre la última esquina libre del vagón.

Me sentí dolorosamente lejos de ellas.

Pasaron minutos,
llegamos,
Ahora sí: ví la luna llena,
caminamos,
y al llegar al punto en el que, o seguíamos juntos, o nos separábamos, un comentario mío hizo que toda aquella distancia quedara evidenciada en las hipótesis revosadas de mi amiga. Dicho de otra manera y hablando en cristiano: Empezamos a discutir.

Ella se enfadaba,
yo callaba, evadía responder en aquellas condiciones, en aquella tensión tan grande.

Cuando uno escribe es porque pretende contar algo. Aquí va lo mío. O lo no mío.

Entonces recordé una frase que, casi sin querer, dijo un día Felix: "Nos pasamos una gran parte de esta vida comprobando a qué distancia estamos del otro."

Dios mio, Felix,
Qué trabajo tan grande.


Dime, improbable lector de este blog,
¿A qué distancia estoy... de tí?

Puc


He abierto el navegador.

He ido al escritorio de blogger.
He clickado en "nueva entrada"...

...Pero cuando me disponía a escribir,
apareció una estrella de la nada.


Disculpen las molestias.
Se me ha olvidado lo que iba a decir.

*


domingo, octubre 04, 2009

Sobre El Mundo y el fuego, desde la comodidad del cielo


Llegó a su pequeño rincón de habitación después de un día "cómodo".

No es que hubiera malgastado el día en hacer 'nada'. Tampoco su jornada había sido fructuosa en cuanto a tareas pendientes se refiere. El sentimiento de sentirse...eso: "cómodo", era algo que temía desde hace meses. Un presentimiento en potencia de materializarse que se hacía, sin quererlo, más y más real cada día.

Al improbable lector de este blog le resultará complicadamente impertinente la reiteración de la palabra "comodidad" con un uso tan negativo. No obstante, nuestro querido (y odiado a veces) personaje conocía sus seductores efectos y la simplicidad con la que éstos cambiaban su vida.

Una vez más, nuestro amigo se sentía único en el mundo. Tenía esa extraña sensación de la que habla Kavafis en su Ithaca. De alguna forma, sabía que aquel cómodo modo de vida que estaba comenzando a adoptar podría sofocar el amargo sentimiento que recorría su espíritu y su cuerpo. Gradualmente... cómo si del manillar que controla el fuego en una cocina de gas lo controlara, su fuego comenzaba a... apagarse.

Las fotografías que decoran la pared de su habitación le dieron, como cada vez que entraba en ella, una bienvenida diferente. La lúgubre luz que emanaba una barata lámpara de mesilla arrojaban sobre los testimonios de sus viajes esa pálida luz que, además de transformar parcialmente la percepción de los colores, hacía también que 'sintiese' las fotografías de un modo... diferente.

Un camino, una rosa, una ciudad, una libreta y la ventana de un castillo eran algunos de los motivos que, se suponía, debían inspirarle. Una última fotografía le llamaba especialmente la atención, ya refugiado en la comodidad de su cama:
La silueta de un hombre sentado bajo la luz de la luna. Sus manos, más intuidas que vistas, toqueteaban gentilmente las teclas de lo que parecía ser una máquina de escribir.

Sin pensárselo dos veces, cogió su ordenador y comenzó a escribir una historia. Los turbulentos sentimientos de comodidad que había intuído anteriormente comenzaron ya a desvanecerse. Mientras realizaba el inexplicablemente placentero acto de escribir, la luz de la lámpara resaltó un folio blanco que se encontraba a su derecha, en la cómoda. Lo cogió. Seguidamente lo abrió y, en la parte inferior central, vio recuadrado un cuento que le había regalado el maestro. Intrigado, comenzó a leer. Su cara se tornó en una expresión expectante mientras leía las irónicas palabras del título. Por alguna razón, sabía que estaba a punto de darse cuenta de "algo".

El Mundo
*******

Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde arriba, la vida humana. Dijo que somos un mar de 'fueguitos'.

-El mundo es eso -reveló- un montón de gente, un mar de 'fueguitos'. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.

No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos, y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman. No obstante, otros arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca a ellos... se enciende.

El libro de los abrazos
Eduardo Galeano

Releyó el texto. Estilísticamente le pareció un poco extraña, pues determinados rasgos de la escritura delataban un autor de procedencia extranjera, dejaban entrever rasgos de una cultura que, todavía, no había conocido y que, esperaba, podría explorar pronto.

Definitivamente, cuando acabó de comprender el texto, todas sus dudas se disiparon. Entendió dos cosas. Una, que no hacía falta eliminar la comodidad; sino que debía luchar por acercarse a gente que, como su maestro, arde (unas veces con más intensidad que otras).

Y dos.
Que, de igual forma,
Hay que contagiarse de ese fuego, ya que de esa forma 'otros' podrán acercarse y contagiarse de esa pasión con la vida, que nutriría también... su propio fuego. Juntos o separados, caminarían...

Hasta el final o...

hasta la combustión.