lunes, diciembre 06, 2010

Mis Madriles

Por fin, por fin llegó.
El ansiado momento en el que pude tomar distancia de nuevo.

Oh si, cómo lo echaba en falta.

Es muy típico. Un tópico. Dicen que en los viajes, lo mejor es el después. Maldita sea, qué razón tienen. Y no importa cuánto tiempo haya pasado, algo tan sencillo como un olor o una mirada pueden ser el teléfono perfecto. El teléfono que llame al viaje, y que te visite en tu mente con la finalidad de hacerte vivirlo... otra vez.

Ese es el gran tesoro de los viajes. Que nadie te los quita.
A veces no hace falta volver, aunque otras sí. El viajero deja historias pendientes en muchas partes del mundo (Londres, Enero, 8 veces me has reclamado con esta. Granada, no dejas de teclear mi número. Canadá, a tí te cojo el teléfono casi cada día, pero los aviones son caros y el tiempo escasea. Madrid, qué te voy a decir. A tí siempre vuelvo. Y me encanta cuando tú me visitas a mí...)

Pero hoy toca Madrid.

Y entonces empiezo a recordarlos. Uno a uno. Los sentimientos. Los sentimientos de cada viaje. Suena absurdo. Cada lugar debería presentarse al corazón de la misma manera sin importar las veces que lo visite. Pues no. Depende de tu propósito, cada ciudad te mostrará diferentes caras de su realidad.

A los 16, Madrid, que hasta entonces me había sido indiferente, me mostró la cara de la política que nadie ve. La de todos aquellos pobres imbéciles que todavía creemos en la democracia. La cara de todos aquellos mocosos adolescentes que se encerraban, cual ministros, en lujosas habitaciones gubernamentales intentando, con toda su cabeza y corazón, encontrarle solución a los problemas de sus tiempos. Los ojos; llenos de cansancio tras largas horas de discusiones y, finalmente, esa... expresión.

Ese rasgo que tiene alguien que cree en sus sueños y sus ideales, ese brillo en los ojos que contrasta con su oscuro traje y plateada corbata, una figura en formación, que ha llegado a un acuerdo con el resto de sus compañeros (Acuerdo, consenso, colaboración, vosotros, nosotros, tú, yo. Qué bonito.) y que finalmente se sube al estrado del congreso de los diputados y, a pesar de las recomendaciones, deja que sea su corazón quien hable a toda europa. Un primer ejercicio de oratoria ante 120 parlamentarios, un intento de convencerles de lo que él y su equipo (pues no estaba solo) consideraba honestamente más justo y correcto, aun a riesgo de equivocarse. Un aplauso. Emoción. Votaciones. Aprobación. Y después, en un avión, ya no era de nuevo el mismo. Esos 120 mocosos lo habían cambiado todo. Vida diaria, de nuevo en A Coruña, con pequeños ratos en los que Madrid me visitaba en mi mente y, en medio de gritos que no me tocaban oir, sonreía.

Cuando volví ya tenía medio pie en la universidad. Recibí un correo electronico de un remitente muy conocido. Unas cuantas semanas después de su recepción, me veía de nuevo enfundado en un traje en medio de la castellana. Los iba a ver, de nuevo. A 10 de aquellos 120 que, junto conmigo, habían sido nombrados secretarios de comisión. Qué bonito sonaba. Y qué pretencioso era yo al principio. "Oh, qué bien, volveré a vivir lo mismo", dijo la mente. Y como casi siempre, se equivocó. Madrid me mostró otra de sus caras, otra de las caras de la política. La del lider de grupo. Aquel insolente que te ayuda a escuchar a los que tienes a tu lado para alcanzar de nuevo aquello tan bonito que es el consenso. La cara de aquel que dirige el debate, que canaliza la creatividad, que conecta ideas, que anima al grupo, que les infunde ánimo y... magia. Al final, surge el acuerdo. Pero los protagonistas eran ellos, no yo. Y qué bien, qué bien que me sentó. Bravo, comisión de educación.

Y volvieron los aeropuertos, que me obligaron a bucear en mi vida ordinaria de nuevo, ya planeando mi exilio a Barcelona sin remedio.

4 años después del primer mensaje, mi correo volvió a recibir a ese remitente. Ya había movido ficha. Vivía en Barcelona y llevaba año y medio de carrera. Tras años de interlocuciones, con la ansiosa voz de quien desea otra visita rápida, como la de los amantes, Madrid me llamaba de nuevo. Esta vez... miembro de la presidencia. Ayudando directamente a la presidenta de la asamblea e, incluso, presidiendo algún que otro debate en la cámara alta de Madrid. Como Bono. Tal cual. Entonces volví a pensar que todo era lo mismo. Y de nuevo, me volví a equivocar. En esta ocasion, Madrid me enseñó el lujo de quien tiene poder y la enorme repercusión de sus palabras. Y me ayudó a cerrar el círculo.

Yo estaba allí. Sentado en la tribuna del presidente. A mis lado, ella. Vicky, quien me enseñó que en este mundo todavía hay quien se toma la política con verdadero corazón. En frente de mi, las 120 caras adolescentes que derrochaban responsabilidad y pasión por todos sus órganos faciales.
Entonces llegó el final del debate, y varios carteles levantaron la mano para hacer un discurso en contra. Me tocaba dar la palabra. Se la di a ella, y entonces a mi signo subió al estrado. Y habló, y yo mientras escuchaba miraba las caras de todos ellos, que reflexionaban, apuntaban y se tomaban en serio la posibilidad de... estar equivocados.

Fue entonces cuando pensé que el mundo no estaba del todo perdido.

Después, todo volvió a acabar. Recogí mi maleta en la sede de la fundación, en la C/Sil, donde todavía no he vuelto a pisar. Entonces cogí el metro en Nuevos Ministerios, cambié en Avenida de América a la linea 8 y me bajé en Ibiza. Recorrí la calle que hace de sombra al retiro y llamé al portal. Entonces subí a la octava planta en uno de esos ascensores que solo había visto antes en el Eixample Barcelonés, me quité la corbata, los zapatos, la chaqueta y me descamisé. Y me tiré con Manu y Lula en la terraza, a charlar de nuestras cosas y a planear el día siguiente. En realidad siempre hacemos lo mismo. Que si plaza mayor, que si mercadillo, que si Fuencarral, que si tetería de Sol, que si Lula no se entera, que si Manu es muy quisquilloso, que si los gatos, que si la música del salón, que si el piso inspirador, que si mis entrevistas con escritores y blogueros en la horchatería Príncipe de Vergara...

Y al final también acaba saliendo el mismo tema. La melancolía que me invade cada vez que dejo Madrid.

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