domingo, febrero 21, 2010

Canadian Nightmare

Dicen que todas las malas experiencias (y las buenas) ocurren por algo. No sé si es cierto o es falso, ni me corresponde a mí decidirlo. Lo que sí me corresponde y me viene de gusto como contador de historias es narrar a quien la quiera leer y disponga del valor suficiente una anécdota que me aconteció hace dos veranos. Una historia real, que una noche hizo que dudara hasta de mi propia cordura. Que me obligó a cruzar un océano en sonidos a la mañana siguiente; rogando que alguien, quien fuese, me asegurara que nada de lo que había vivido en aquellas últimas horas… era cierto.

Todo comenzó en una noche especialmente oscura. La ‘otra cara de la luna’ bañaba el cielo de Toronto con un resplandor entre desenfocado y deslumbrante. La contaminación lumínica hacía que, en el barrio de Greenwood, precisamente en el centro de aquella ciudad de enormes rascacielos y avanzada tecnología, fuera especialmente complicado sentarse a observar las estrellas.

Quizá si aquella noche hubiera ido a cenar con Patrick, si hubiera leído un capítulo de Tales of the Unexpected antes de irme a dormir; o incluso si me hubiera quedado con Bárbara en el piso de abajo viendo So you think you can dance entre gritos de: Oh! Wonderful!, Look at that! o su clásico Daniel! Stop it NOW!...

Quizá… Si hubiera hecho cualquiera de estas cosas en lugar de; simplemente, ponerme el pijama y meterme en una cama demasiado grande para mí,…

El colgante que desde hacía 4 años colgaba felizmente sobre mi cuello no habría amanecido partido en dos sobre la mullida almohada. Quizá la pulsera que me había regalado años atrás mi primer alma gemela no habría sido descubierta dos días más tarde bajo la cama y hecha trizas. Es posible también que no me hubiera despertado sobresaltado, tal y como sucedió. O tal vez, igualmente, no hubiera visto a través del espejo que hacía esquina con mi cama cómo aquella sombra que todavía hoy me persigue en pesadillas escapaba por la puerta escalera abajo,… llevándose algo más que mi sueño.


Estaba atardeciendo en Andabao. Las campanas de la iglesia, situada en la cima de un valle, repicaban sus tres últimas notas en señal de duelo. Los vecinos parecían haber abandonado ya el camposanto. O quizá no. No lo recuerdo muy bien, pues eso era lo menos importante. Lo realmente remarcable de la pesadilla que casi me arranca el alma del terror era que yo estaba allí, en el suelo.

Mis rodillas aplastaban con fuerza una pesada lámina de mármol negro que alguien vestido del mismo color acababa de colocar sobre la esquina más privilegiada de todo el cementerio. Justo allí, donde mi abuelo cavó durante años lo que algún día será la tumba donde mi cadáver pase una eternidad de descanso… se me estaba escapando el dolor por la boca.

Mis manos aferraban con fuerza dos de las cuatro anillas metálicas que facilitaban la apertura del nicho familiar. La fría piedra no parecía calmar el tormento que sentía en mi interior.

Se había ido. Para siempre. La persona que más había querido en este mundo y a la que menos se lo había demostrado me abandonaba. Y yo seguía allí, arrodillado. Con el corazón a mil por hora, mi cara encendida en ira, el aire atrapado en mis pulmones y unos ojos que acababan de sufrir una de esas hostias que les da la vida de vez en cuando para recordarles de qué va el mundo.

Alcé la cabeza hacia el cielo y exhalé un grito que atravesó los prados, los árboles, las granjas gallegas, las gallinas, las ovejas, la casa, la casa de la abuela, los columpios, las herramientas, las patatas, zanahorias y cebollas. Todos los habitantes de aquel pueblo, que no eran muchos más de los mencionados, fueron capaces de sentir por unos segundos un dolor que, seguramente, tardaría años en curarse.

Después de aquel grito recuerdo muy poco. Sé que había alguien conmigo. Una mano grande, morena, encima de mi hombro. Sé que tenía el pelo largo, que era alto y me hablaba.

Lo siguiente que recuerdo es bajar por el único camino que cruza el valle de punta a punta. Ya no era de noche, sino media tarde. El cielo era ahora gris, como solía suceder la más de las veces en Galicia. En esa bajada se encontraba la casa que el recién fallecido, mi padre, había tardado toda una vida en construir. Su aspecto exterior era del todo austero. Cemento cubierto y tejas anaranjadas cruzadas por una tímida chimenea era lo único destacable de la edificación.

La casa está precedida por un gran jardín envuelto en una verja. Sin embargo, aquel día, tras sus hierros parecía tener acontecimiento una escena muy peculiar. Una veintena de personas estaban dispuestas en 4 perfectas filas con, al menos, 10 metros de separación entre una y otra. Conocía aquellos rostros. Sabía quiénes eran,… aunque no los hubiera visto en mi vida. Figuras de mujer con falda larga y gruesa y pañuelo en la frente exhibían una cara arrugada. Siluetas de hombres altos, de vestimenta obrera intercambiaban sombrías miradas…

De repente, algo ocurrió. Avancé 20 metros en un segundo y me coloqué delante de la primera fila de figuras. Estaba tan cerca de ellas que resultaban borrosas. La fila del final estaba tan lejos que ni siquiera podía reconocer sus facciones, pero en el medio…. Estaba Ella.

Solté un grito que a día de hoy no sabría decir si ocurrió en la realidad o fue producto de mi imaginación. Barbara, la dueña de la casa y mi madre canadiense, me aseguraría más tarde que no había escuchado nada en toda la noche, por lo que me inclino a pensar en lo segundo.

Si del alarido no estoy seguro, menos lo estoy de la sombra que entre el sudor infernal y unas pulsaciones de vértigo, abandonaba a través de un espejo la puerta abierta de mi habitación, hundiéndose cual rayo en el piso de abajo. Cuando giré mi cabeza hacia la puerta; ya chorreando, no había nada. Miré la hora en el reloj de la mesilla. Las 3 de la mañana.

Me levanté. Temblando de terror y peleando contra lo que debía ser mi imaginación bajé a la amplia cocina. Abrí la nevera y me tomé un zumo de manzana bien frío. Me senté en un taburete de madera y permanecí leyendo el periódico hasta que me hube calmado. Lo que quedaba de noche lo dormí en la habitación de los invitados.

A la mañana siguiente me vestí rápidamente, preparé la mochila, metí a presión la bolsa de papel marrón que contenía mi almuerzo y salí por el jardín de atrás, escopeteado hacia el metro. El tren plateado (the rocket, como lo llaman allí) llegó a mi paso. Me ensardiné en él y crucé medio Toronto hasta llegar a la estación de St George. Ya en el exterior, eché a caminar a paso ligero por la calle del mismo nombre.

Desde donde me encontraba podía entreverse la CN Tower, majestuosa y expectante, diciéndome que me diera prisa. Entre rascacielos, Starbucks, School buses amarillos y hombres de negocio (blackberry en mano) llegué a la facultad de artes en 10 minutos. Agarré el teléfono con todas mis fuerzas, metí la tarjeta de crédito en la ranura, marqué un número internacional y un conocido acento gallego me respondió desde el otro lado del mundo.

Él estaba bien. Pero ella… había muerto.

1 comentarios:

Energeia dijo...

OwO
Ruuu T-T
Me ha dado yuyu >___<
Pero está muy bien narrada, eso sí xD
Jo, no me cuentes esas cosas, que lo paso mal xD