Tímidamente agitada por el viento, el agua del mar se mecía lentamente en el desierto de arena que constituía la playa del “castillo de los fieles”. En su taciturno vagar, los pies de Marc se hundían lentamente en la sustancia fangosa que se formaba en la frontera existente entre la playa y el mar, dejando tras de si todo un ejercito de huellas cuya silueta había sido ya desdibujada a consecuencia del inmenso poder del agua salada.
El cielo se extendía en un infinito lienzo de color azul oscuro. Daba igual desde qué punto de vista mirara, si de arriba abajo o de izquierda a derecha. El atardecer del 26 de Junio dejaba tras de sí un firmamento libre de las oscuras nubes que hasta hacía pocas semanas habían perturbado el perenne verano de la ciudad condal.
La inmensa extensión de arena que se abría paso a la derecha de Marc le pareció un infinito desierto más propio de un país africano. En su recorrido hacia la orilla, sus pies habían sentido los últimos retazos del intenso fuego al que se había sometido la playa durante la jornada. De nuevo, poco importaba hacia donde mirase. No había en aquella playa más alma que la suya y la del libro que llevaba bajo el brazo.
En algún momento del solitario paseo, Marc decidió parar. Dio un giro sobre sus pies desnudos y sus ojos se dedicaron completamente a mirar el mar. Pensó en lo tranquilo que estaba todo. En la placentera melodía que formaban las olas al impactar repetidamente con la escurridiza pero resistente arena de la playa.
Fue así, de repente, que una intensa ventolera de aire se abalanzó sobre la insignificante figura de Marc, arrastrando con ella incontables granos de arena que se adherían a su piel como molestos insectos. La fuerza del viento llegó a ser por unos segundos tan fuerte que su libro se le escapó de los dedos y voló inexorablemente hacia el interior del océano.
El torrente de aire tan solo duró un par de minutos. Tras la sorpresa, Marc se incorporó de nuevo, se sacudió las arenas y, sobresaltado, miró a su alrededor en busca de algún culpable al que acusar de agresión. Al no encontrar a nadie, volvió a mirar al frente. El océano parecía continuar con su obsesivo movimiento musical, pero en esta ocasión, había algo diferente.
A unos veinte metros más allá, en medio del agua, una mancha oscura de algún tipo de substancia parecida al aceite se expandía lentamente, contrastando con la cristalina pureza del mar. Marc observó el fenómeno con una cierta confusión, y mientras pensaba qué demonios podría haber causado aquella extraña mancha, una inquietante sombra le cubrió el rostro como si fuera una maldición. Miró al cielo. Ya no había rastro de aquel infinito azul que había reinado antes sobre la playa de castelldefels, en su lugar se extendía ahora una espesa capa de nubes que amenazaban con descargar su electricidad en cualquier momento.
Todo ocurrió muy rápido. Los disparos de luz impactaron en Marc al mismo tiempo que el agua comenzaba a caer del cielo en volátiles proyectiles líquidos. Debido al cambio de temperatura, Marc abrió su boca para pronunciar un grito de desesperación. Estaba a punto de echar a correr, pero en aquel preciso instante, algo que acontecía en el mar, ahora furioso, le detuvo.
En el mismo lugar donde unos segundos atrás había visto extenderse la mancha negra, el agua giraba sobre si misma formando un pequeño torbellino que se hacía más grande por segundos. De la nada, un rayo cargado de electricidad impactó en el epicentro del agujero negro. Fue entonces cuando Marc tuvo la sensación de que se paraba el tiempo. Del punto en el que aquel látigo eléctrico había hecho contacto con el agua del mar surgió una intensa luz blanquecina. El mar se levantó a su alrededor y comenzó a retorcerse sobre aquel foco blanco, formando imposibles girones hasta que su aspecto adquirió la indudable figura de una mujer vestida de blanco.
El alma del libro que había escapado de sus manos se le presentaba ahora con la forma de la mujer a la que Marc deseaba amar y no sabía.
Lo que ocurrió después, ya no me compete a mí contarlo.